Parte I: El botín (Parte I)
España, 2025
Juan se detuvo a unos pasos de su hermano, que les esperaba con una sonrisa y los brazos estirados.
—¿Tengo que suplicar un abrazo?—dijo Carlos agitando los brazos.
Juan y Carlota por fin se decidieron a andar hacia su hermano que los estrechó entre sus brazos. Juan pudo ver como el rostro de su hermana se torcía en una incómoda sonrisa.
—Me alegro mucho de veros—dijo Carlos.
—Ojalá fuese en otras circunstancias—contestó Juan.
—Que estéis aquí es bueno, significa que algo de nuestros padres aún pervive—dijo Carlos.
—¿Desde cuándo eres tan profundo?—preguntó Carlota.
—Intento ver el lado bueno de las cosas. Si crees que es un enfoque equivocado para eso te tengo a ti hermanita.
—Carlitos, Carlitos—dijo su hermana apretando a su hermano.
Juan se dio cuenta que en rara ocasión habían coincidido los tres juntos en los últimos años. Carlota y él no habían ido nunca juntos en sus visitas a Valladolid, y, se alegraba también de verse reunidos.
—Estaréis cansados—dijo Carlos terminando el abrazo—. Vamos a casa.
Caminaron un rato, y pasaron por el barrio en el que se habían criado. Juan observaba los pocos restos que quedaban de su infancia y adolescencia; el parque en el que jugaba al fútbol; el bar en el que le sirvieron su primera copa; el banco donde fracasó en su primera cita. Una ligera sonrisa se formó en su rostro, admirando todo lo que había dejado atrás cuando marchó a Madrid.
—El barrio aún conserva su toque—dijo Juan.
—Sí, aunque se ha modernizado un poco—dijo Carlos—. No es Madrid, pero conserva su encanto. Esta noche he reservado en el Galeón para que cenemos.
—¿En ese tugurio?—preguntó Carlota.
—Hace mucho que no vas, de veras luce mejor. Te vendrá bien no tener que mirar una carta y encontrarte con ‘braviolis’ a diez euros en el menú.
—Creo que sobreviviré—refunfuño Carlota.
Juan sabía que su hermana no tenía tan idealizado aquel sitio como él. Pasó una adolescencia algo más convulsa que él, y Madrid fue su salida de escape ideal. O eso interpretaba de las críticas a los lugares a los que ella misma se volvía loca por ir cuando vivía allí.
—¿Nos llevas a casa o al otro piso de papá?—preguntó Carlota.
—Ojalá fuese el otro—contestó Carlos—. El viejo se pilló un pisazo, lo cuál me vino de lujo para tener mi propia casa.
Carlota soltó una risa cuya ironía detectó al instante Juan.
—También es vuestra casa, claro—dijo Carlos—. Sois bienvenidos siempre que queráis.
Carlota fue a intervenir, pero dejó su respuesta en una sacudida de su mochila. Juan lo vio, pero Carlos siguió adelante.
—Pensaba que Lucía venía—dijo Carlos mirando a su hermano.
Juan iba a pero Carlota se adelantó.
—Está enferma.
—Oh vaya, ¿pero está bien?—preguntó Carlos.
—Sí—contestó esta vez Juan—. Tenía un poco de fiebre y dolor de garganta, y con el tren averiado, habría sido un poco paliza venir en coche.
Carlos abrió el portal con su llave y sostuvo la puerta para que pasaran. Subieron en silencio por las escaleras, cada uno arrastrando su maleta con un ritmo distinto. Juan no pudo evitar pensar que hacía años que no subía aquellos peldaños, y que, la última vez, probablemente también fue por una urgencia familiar.
Al entrar en la casa, todo le pareció más pequeño. El pasillo, el salón, incluso la cocina. Carlos dejó sus llaves en un cuenco y se giró hacia ellos.
—Bueno, está todo como lo dejó papá. He recogido lo más visible, pero no he tocado nada de los cajones por si queréis mirar algo.
—Gracias —dijo Juan, mirando de reojo a Carlota, que aún no había soltado la mochila.
—Yo voy a ducharme —dijo ella al fin—. ¿Dónde está el cuarto de siempre?
—El tuyo, claro —respondió Carlos con una sonrisa. Señaló el pasillo—. Todo igual. Bueno, el colchón lo cambié hace poco, no te vayas a quejar.
Carlota desapareció por el pasillo sin responder.
Carlos miró a Juan, encogiéndose de hombros.
—Sigue igual.
—Peor —dijo Juan, sin rencor en su voz—. Pero al menos ahora cobra por escucharte.
Carlos sonrió.
—¿Quieres un café?
—¿Queda café aquí?
—Papá compraba del malo, del soluble. Pero yo traigo del bueno. Tengo una cafetera italiana que me regalaron por Navidad.
—Entonces sí.
Ambos caminaron hacia la cocina. Juan se sentó en una de las sillas, notando el crujido familiar del suelo de linóleo bajo sus pies. Al llegar a la mesa, vio unas cartas tiradas que parecían seguir un patrón: “Cuide de su futuro”, “Piense en su descanso”.
—¿Y esto? —preguntó Juan cogiendo una de ellas.
—Cartas de residencias y productos para mayores—dijo Carlos retirándolas—. Saben que por aquí viven muchas personas mayores y se dedican a ofrecer servicios y productos financieros a ver si alguno pica.
—Sí, escribí sobre ello en una columna hace poco—dijo Juan entregando a su hermano la carta que sostenía—. Te reto a que compres los periódicos físicos y mirar los anuncios: casi todos versan en como sacar la pasta a los mayores.
—Lógico.
Carlos cogió la cafetera y se dirigió a la encimera.
—¿Tú estás bien? —preguntó Carlos mientras llenaba el depósito de agua.
—Voy tirando.
—Ya. Imagino que todo esto es raro para ti.
—Lo es. Para todos.
Carlos asintió, concentrado en la cafetera.
—Francisco dice que la herencia será sencilla, pero hay detalles que hablar mañana.
—El piso de Madrid —dijo Juan.
—Entre otras cosas.
Silencio. El ruido del gas encendiéndose llenó la cocina. Juan se pasó una mano por la cara.
—¿Tú quieres quedarte esta casa? —preguntó de pronto.
Carlos se giró.
—¿La de papá?
—Sí.
—No lo sé. Ya estoy aquí. Me cuesta imaginarme en otro sitio.
—Pero podrías venderla.
—Podría. Pero eso es una conversación para otro momento.
Juan lo miró con cuidado. No sabía si admirar su tono conciliador o sospechar de su anticipación. La cafetera empezó a bufar. Carlos bajó el fuego con un gesto mecánico.
Juan desvió la mirada hacia el pasillo, por donde Carlota había desaparecido. No se oía nada.
—¿Qué tal en el Ayuntamiento? —preguntó Juan para romper el hielo.
—Bien, bueno más ajetreado de lo que pensaba, pero no me quejo. ¿Tú en el periódico? He estado leyendo tu Twitter y las columnas que publicas.
—¿Enserio?—respondió Juan con cierta incredulidad.
—Sí, bueno no comparto muchas de tus opiniones para ser honesto—dijo Carlos con una sonrisa—. Pero están bien, los diagnósticos que haces me gustan, las respuestas te las discuto con una cerveza.
Carlos le dio una palmada a su hermano y le sirvió el café.
—¿Has hablado con los que alquilaban el otro piso a papá?—preguntó Juan.
—Sí, se lo alquilaba a Carla, la hija de Marcos. Buen pico pagaba papá, unos mil ochocientos euros al mes.
—¿Tanto?—preguntó Juan con incredulidad.
—Sí, el viejo me dijo hace tiempo que con la pensión, y tras haber pagado las deudas de los otros dos pisos quería unos últimos años con más espacio. Podría haber reformado este, pero bueno, imagino que no tendría ganas.
—En Madrid da bastante pena el estado de algunos pisos. El propietario sabe que lo alquilará esté como esté, así que ni se esfuerzan en reformarlo.
—Puede que acabes defendiendo a los fondos que compran los pisos, y los reforman.
Juan iba a contestar, pero ambos se giraron al escuchar una música que provenía del final del pasillo. Carlos le hizo un gesto cómplice con la mano y ambos se acercaron al cuarto de Carlota. La puerta estaba abierta y su hermana se encontraba mirando por la ventana mientras sonaba “Soy una feria” de Gracia Montes.
—Esa canción le encantaba a mamá—dijo Carlos mirando a su hermana.
—Lo sé Carlitos—dijo Carlota dándose la vuelta—. Me la ponía con la abuela y bailábamos juntas en este cuarto. Me trae buenos recuerdos.
—Os veía muchas bailar, y siempre me quedaba con ganas de unirme—dijo Juan.
—¿Y por qué no lo hiciste si te apetecía? —preguntó Carlota bailoteando con los brazos.
—Temía hacerlo mal—contestó Juan encogiéndose de hombros.
—Hermanito, en esta vida te perderás muchas cosas si no reúnes un poco de valor—dijo Carlota bailando a su alrededor.
Juan sonrió ante los estúpidos movimientos de su hermana.
—Yo llevaba sin escuchar la canción desde la muerte de mama—dijo Carlos—. Pero también me he acordado de ella al oírla. Ahora, con todo el rollito que hay de romantizar el folklore español, quizás vuelva a ponerse de moda.
—Estoy seguro que a C. Tangana le gustaría tus propuestas para el siguiente disco, pero podríamos ir a dar un paseo antes de cenar—respondió Juan mirando la hora en su teléfono.
—Lo secundo—dijo Carlota.
Carlos asintió y salieron a dar un paseo. Dieron un paseo largo mientras duró la luz, y acabaron en el Galeón tomando la primera cerveza antes de pedir la cena.
—Admito que ha mejorado su aspecto—dijo Carlota mirando las nuevas luces del lugar.
—Ahora viene mucha gente de Madrid a pasar el finde y han querido quitarle el aspecto rancio de antes.
—Sin embargo, los aperitivos siguen siendo peleones—dijo Juan masticando una chistorra.
La mirada de Juan se fue entonces al móvil que se iluminó: era Lucía. Su mensaje decía “Da un saludo a tus hermanos de mi parte… Hablamos cuándo vuelvas.”
—¿De qué hay que hablar?—preguntó Carlos.
Juan se percató que Carlos miraba de reojo su teléfono, y lo guardó en su bolsillo.
—Nada de cosas de la casa—dijo Juan.
—Nunca has sabido mentir—dijo Carlos.
—Eso le dije yo—respondió Carlota dando un sorbo a la cerveza.
Juan echó una fugaz mirada de decepción a Carlota, de la que habría esperado más complicidad por su parte.
—Lucía quiere ser madre—dijo Juan.
—Coño, enhorabuena hermanito—contestó Carlos.
—Ya bueno…—dijo Juan—. Veremos.
—¿Cómo que veremos? —preguntó Carlos, mirándole con una mezcla de extrañeza y curiosidad.
—Pues que no sabe si lo quiere, Carlitos—dijo Carlota, mirando al aire—, que parece que hay que darte la información como una infusión: poco a poco, y con azúcar
Juan respiró hondo mientras Carlos miraba con una sonrisa irónica a Carlota.
—Pues eso—intervino Juan—. Que llevábamos años diciendo que no. Y ahora que ella quiere, no sé si yo sigo queriendo. O si alguna vez quise, de verdad.
—Eso les pasa a muchos de mis clientes —intervino Carlota, sin levantar mucho la voz—. Piensan que han renunciado a algo, pero en realidad solo estaba esperando que no se lo pidieran nunca.
Carlos los miró a ambos y se bebió de un trago el resto de la cerveza.
—No sé, tío—dijo Carlos dejando la copa vacía en la mesa—. Yo solo digo que, si algún día lo tienes, ya verás cómo lo entiendes todo—hizo una pausa—. Puede cambiarte el chip.
—¿El chip? —dijo Carlota.
—Sí. Dejas de pensar tanto en ti, en tus movidas. Pasas a tener algo más grande. Una razón.
—Lo dices como si tú ya fueses padre—dijo Carlota.
—Bueno, aspiro a serlo algún día—dijo
Juan asintió, pero sin convicción.
—Igual el problema es que no estoy preparado para dejar de pensar en mis movidas —dijo.
—O igual es que no son solo tuyas —añadió Carlota—. A veces dos personas arrastran el mismo miedo y se lo reparten mal.
Carlos miró hacia la carta. Cerró el tema con un gesto.
—Bueno, pues que os traigan un plato de las croquetas que le gustaban a Carlota, porque esto se está poniendo intenso y hay que tener contenta a la terapeuta.
Juan sonrió, agradecido por el cambio de tono, sentimiento que parecía que Carlota compartía al sonreír también. Carlos le hizo un gesto a Marcos, el dueño del local el cuál asintió. Marcos, de la edad de su padre, y que seguía trabajando a pesar de su avanzada edad, dirigiéndose hacia ellos cojeando de una pierna.
—Hombre chicos, ¿qué tal?—preguntó.
—Bien, más despejados del funeral de papá—respondió Carlota.
—Ya…, yo aún no me lo creo—contestó Marcos algo cortado—. Había venido a comer aquí un par de días antes, y se le veía bien.
—A todos nos llega—respondió esta vez Juan—. Lo más irónico de la vida es que puedes elegirlo casi todo salvo las dos cosas más relevantes: cuándo naces y cuándo te mueres.
—Aún le puedo ver tomándose una copa en la terraza el día que celebró la plaza de Carlos en el Ayuntamiento—dijo Marcos—. Hacía tiempo que no le veía tan feliz.
—Fue un buen día—dijo Carlos.
—¿Tú cómo vas Juan? —preguntó Marcos dirigiéndole la mirada—. Tu padre me dijo que te iba bien en Madrid.
Juan torció un gesto de duda.
—¿Sí?—preguntó.
—Me dijo que ahora escribías artículos para la SER.
Juan sabía que eso no era del todo cierto: había escrito un par de artículos, pero pasado un tiempo no volvieron a llamarle para más. Su padre tendía a exagerar, como cualquier padre, la situación de sus hijos.
—Bueno colaboro alguna vez, pero nada fijo—dijo Juan sin querer desarrollar.
—Estás siendo modesto—respondió Marcos mientras volteaba la mirada—. Qué guapa estás Carlota.
—Gracias, y además a mí también me va bien—dijo Carlota jugueteando con el tenedor.
—Pues habrá que celebrarlo—respondió Marcos—. ¿Quieres que te pongamos las croquetas que te comías cuándo venías de pequeña?
—Eso dalo por descontado—respondió Carlota.
Juan pudo percibir la mirada que ponía su hermana cuándo algo le incomodaba; la sonrisa torcida y los ojos sin signo de parpadeo.
—Fantástico. Os propongo eso, unas alcachofas, y una carne al medio, ¿os parece?—preguntó Marcos.
—Suena genial—dijo Carlos entregándole el menú.
Marcos asintió y se volvió cojeando hacia la barra.
—No sé cómo puede aguantar el trote del bar a su edad—dijo Carlos.
—Le mantendrá entretenido—dijo Juan.
—Ya se le ve que entretenido estaba con papá pimplando aquí cada semana, contando lo buenos que eran sus hijos. Al menos vosotros—dijo Carlota antes de terminar el resto de la cerveza.
Juan y Carlos se miraron.
—¿Qué quieres decir?—dijo Juan.
—El opositor, el periodista de éxito y la otra—dijo Carlota—. Papá encontró tiempo para hablar de todos menos de mí.
—No seas así Carlota—contestó Carlos.
—Lo que tú digas—respondió Carlota—. Salgo un segundo a echarme un cigarrillo.
Carlota se levantó y se dirigió con su abrigo a la entrada.
—¿Qué mosca le ha picado?—dijo Carlos.
—Su relación con papá fue un poco distante estos últimos años—respondió Juan—. Especialmente desde la muerte de mama.
—Sí, quizás papá habría agradecido que hubiera venido más y no solo para pedirle dinero.
Juan casi escupe la cerveza.
—¿Perdón?—preguntó Juan con sorpresa.
—Carlota vino hace unos meses a pedir ayuda a papá porque su compañera de piso se iba e igual iba a tener problemas para pagar el alquiler.
—No me había dicho nada—dijo Juan.—Bueno sí, que había venido, pero no que fuera para pedir pasta.
—Normal, es muy orgullosa—contestó Carlos partiendo un trozo de pan—. La cosa no fue bien como te puedes imaginar, y discutieron. Quizás fuese su última conversación antes de que papá muriese.
—Y luego me llamaba a mí hipócrita—murmuró Juan.
—¿Por qué te llamó hipócrita? —preguntó Carlos.
Juan se quedó en blanco intentando evitar abrir la conversación de la herencia.
—Nada, una tontería—mintió—. Pero vamos, que el orgullo le aguanta a esta hasta que le interesa.
—Desde luego, pero sonríe que ahí vuelve—dijo Carlos señalando la puerta con la cabeza
Carlota entró con el rostro más relajado y se sentó de nuevo.
—Disculpad, no debería perder los nervios tan fácilmente—suspiró Carlota mirando el plato de croquetas que se acercaba—. A ver qué tal me sientan las croquetas después de tantos años.
—A disfrutar chicos—dijo Carlos pinchando una con el tenedor.
Los tres extendieron el brazo, y Juan comprobó que su hermana seguía disfrutando de ellas como cuándo eran niños. Y con los siguientes platos, las risas se adueñaron de la conversación, principalmente por las experiencias amorosas recientes de Carlos. Juan nunca había visto a su hermano tan agradable y cercano con ellos, incluso podría decir que había madurado.
—Y entonces me di cuenta que esa María con la que había quedado era la misma con la que te habías enrollado hace años tú Juan—estalló Carlos en carcajadas.
—¿La que iba al colegio con pendientes de plumas?—dijo Juan secándose las lágrimas de risa.
—Esa misma—respondió Carlos dando un trago a su copa de vino.
—¿Pero cómo pudiste ser tan torpe con aquella chica Carlitos? —preguntó Carlota entre risas.
—Te aseguro que he mejorado—contestó Carlos—. Ahora si quedo con alguna, miro su Facebook o Instagram para saber si os conocía. El otro día vi a una de tus amigas del instituto Carlota.
Carlota fue a contestar, pero Marcos se acercó a la mesa.
—¿Os ha gustado?—preguntó el hombre.
—Sí, todo muy rico—dijo Carlota—. He disfrutado como una enana.
—Me alegro—dijo Marcos—. Creo que no os veía juntos aquí desde que se graduó Juan del colegio.
—Es verdad—dijo Juan—. Recuerdo que Carlitos le manchó el vestido a Carlota de helado, y mamá acabó echándole la bronca a Carlota por los gritos que le pegaba a Carlos.
—Es que no me jodas, me encantaba ese vestido—dijo Carlota con una sonrisa.
—No te quejes que mama te compró otro al día siguiente para que te callases—respondió Carlos riendo.
—Qué gozada veros así—dijo Marcos mientras hacía señas al camarero—. Os voy a invitar a un chupito.
—Y en casa nos enseñaron a ser educados—respondió Juan.
El camarero dejó los vasos en la mesa, y sirvió un poco de Pacharan a cada uno. Juan fue a estirar el brazo, pero Carlos se llevó el vaso más lleno antes de que pudiera haber reaccionado. “Ansioso” pensó Juan dejando a su hermana decidir que vaso llevarse
—Por vuestros padres—dijo Marcos alzando el brazo.
Los cuatros bebieron y Juan se alegró de no haber cogido el vaso más grande por lo malo que estaba aquel licor, que probablemente llevaba en el bar desde que Carlos manchó el vestido a Carlota.
—Espero que disfrutéis estos días, y que vengáis a menudo—dijo Marcos haciendo amago de despedirse—. Y tú, Carlos, espero que dejes a tus hermanos venir a tu casa cuándo termines la reforma.
Juan y Carlota se giraron instintivamente hacia su hermano que se había quedado en blanco.
—Claro la reforma—respondió Carlota—. ¿Cuándo la empiezas hermanito?
Carlos balbuceó unos segundos y Marcos se adelantó.
—Pues imagino que pronto, que llevará años pensándolo. Aún recuerdo la cara que puso cuándo su padre le dijo que la casa sería suya cuándo obtuvo la plaza en el Ayuntamiento.
Juan vio como Carlota agarraba la servilleta para mantener quieta la mano, y él no es que estuviera menos enfadado.
—¿Pensabas decírnoslo o ibas a esperar a que Francisco soltará el bombazo mañana?—preguntó Juan mirando fijamente a su hermano.
—Bueno os dejo a solas—dijo Marcos con incomodidad—. Buenas noches.
Marcos se fue cojeando de allí mientras el silencio invadió la mesa por primera vez en toda la noche.
—Pensaba que ya lo habríais deducido—contestó al fin Carlos—. Es… lo lógico.
—Lo lógico en tu cerebro siempre coincide con lo que te sale de los cojones, Carlitos—dijo Carlota.
—¿Te dijo papá que te iba a dejar el piso entonces?—preguntó Juan.
—Sí, me lo dijo el día que me saque la plaza—admitió Carlos remangándose la camisa—. Esperaba que esta conversación no la tuviésemos hasta dentro de muchos años, pero llega ahora y parece que es lo que hay.
—Qué sorprendente por parte de papá. Siempre tan ecuánime—dijo Carlota con sorna.
—Lo peor es que creo que no te sorprende—contestó Carlos apoyando los brazos en la mesa.
—No, siempre supe que el viejo encontraría la manera de crear una bronca incluso muerto—dijo Carlota encendiéndose un cigarro aún dentro del local.
—¿Ahora la tomas con él?—respondió Carlos—. Te apoyo toda tu puñetera vida, te pago una carrera, te ayudo a vivir en Madrid, ¿y te cabreas porque tomará una decisión lógica?
—Como vuelvas a decir que es lógico te meto el cigarrillo por el culo, Carlitos—dijo Carlota echando una bocanada de humo.
—Cálmate Carlota—intervino Juan—. Sabes que deberías habérnoslo dicho hace tiempo, Carlos. O al menos papá.
—¿Y que queríais que os mandara un Power Point por email? —respondió Carlos estirando los brazos—. Además, os quedaréis con más dinero líquido y con un mayor porcentaje del piso de Madrid, e incluso todo.
Juan no se había percatado de ello, y realmente le alivió. Se relajó en el asiento cuándo Carlota se inclinó hacia adelante.
—¿No te das cuenta que nos dejasteis de lado en una conversación que era de los tres?—dijo Carlota—. En esa casa he dado mis primeros pasos, y he vivido media vida, merecíamos hablarlo entre todos.
—Es una decisión de papá, no nuestra—respondió Carlos mirando al techo— Si nunca estabais aquí joder. Parecía que era un suplicio venir a verle, como para tener que esperaros para hablar de la herencia.
—Piensa por qué—contestó Carlota.
—Para ser psicóloga, no has conseguido resolver tus propios problemitas—dijo Carlos con desdén—. Mandate un audio y escúchate, anda.
—Mira niñato, no eres quién para estimar lo que sentía o no por papá—respondió Carlota apagando el cigarro en el mantel.
—¿Ah no?—dijo Carlos con una sonrisa de lado a lado—. Has sido siempre una caprichosa celosa que ha buscado huir de su ciudad, porque detestaba la idea de convertirse en su madre.
Juan pudo ver como el rostro de Carlota se quedó endurecido, pero sin aparente rabia, solo incredulidad.
—¿Qué nada que decir? —insistió Carlos—. Te horrorizaba la idea de quedarte encerrada aquí y “perderte cosas”, sin pensar en si ella era simplemente feliz en esa rutina que tú detestabas. Querías a tus padres, pero a la vez te generaba repulsión poder convertirte en ellos un día. Y ahora, lidias con la insatisfacción de que tu plan de vida no te ha llegado a conceder todo lo que querías.
Carlota seguía sin reaccionar, y Juan se empezó a poner nervioso.
—Ya está Carlos—dijo Juan intentando frenar la escalada.
—¿Ahora quieres ejercer de hermano mayor?—le respondió Carlos—. Llevo toda la vida aguantando su envidia, que ha llegado incluso a adueñarse de la muerte de mi padre. No voy a poder contestar ahora.
—También era el nuestro—contestó Juan elevando el tono.
—Cuándo os interesaba, que podría contar con los dedos de una mano las veces que fuisteis a verle después de la muerte de mama—contestó Carlos echándose en la silla—. Luego descubrís que se cambia de casa, y os sorprende que quisiera poner las mejores condiciones a su jubilación.
—También nos lo podría haber dicho—contestó Juan—. Fue raro que hiciera eso después de la muerte de mamá.
—Qué te sorprenda eso a estas alturas—dijo Carlos rematando el vino de su copa.
—¿Qué insinúas?
—Pues que papá era feliz con mama pero no se daba espacio para hacer lo que quería—dijo Carlos moviendo la copa entre los dedos—. Él le proponía siempre viajar, irse por ahí, pero mama siempre le decía que para que, que eso costaba dinero, y que no iban a derrochar.
—¿Dices que mama le cortaba las alas a papá? —preguntó Juan con incredulidad.
—Sí.
Juan imitó a su hermano y se terminó la copa de vino para intentar contenerse.
—Entonces se muere mama, ¿y papá se vuelve fan del IMSERSO? —dijo Juan.
—El hombre quería estar cuidado y disfrutar lo que le quedara. Una casa más grande; una chica para ayudarle en casa; algún viaje. No creo que hiciera nada malo.
—Una chica para ayudarle— respondió Juan con sorna—. ¿Tú no eras el que decías que estabas todo el día cuidándole?
—Y lo estaba, pero no llego a todo—contestó Carlos arqueando las cejas.
—Que te invitara cada sábado al aperitivo no es cuidar—respondió Juan.
—¿Me estás llamando aprovechado? —preguntó Carlos aproximándose a su hermano.
Juan se sintió intimidado ante la actitud de su hermano, que se irguió, estirando la espalda.
—No es eso—dijo dubitativo—. Solo que no estabas al cien por cien con él.
Carlota rompió su silencio con un bufido.
—Qué pusilánime eres Juan, coño—dijo Carlota mientras sacaba otro cigarro.
Juan se sorprendió ante las palabras de su hermana, y Carlos no pudo contener la risa.
—¿Ahora vas contra mí? —preguntó Juan mirando a su hermana.
—De verdad, parece que te van a reventar las pelotas si le dices a tu hermano lo que piensas— dijo Carlota intentando encender el cigarro—. Él te está diciendo exactamente lo que piensa desde que se ha descubierto el pastel.
Juan sin pensar mucho en ello, contestó
—¿Y tú no pensabas decirme que esa última vez que viniste a ver a papá, le pediste pasta a papá para poder pagar tu piso?
Carlota, con el cigarro en la boca y el mechero encendido, dirigió una mirada asesina a su hermano Carlos, que esta vez sí pareció asustarse.
—Serás, hijo.., de… puta— dijo Carlota mientras estampaba el mechero contra la mesa.
El camarero se alertó y se dirigió hacia la mesa, sin saber si intervenir o fingir que recogía una servilleta del suelo.
—No se preocupe—dijo Carlos levantando la mano—. Creo que ya nos hemos quedado todos a gusto en la cena.
—Desde luego—dijo Carlota cogiendo su abrigo y dirigiéndose a la puerta.
Juan fue el último en levantarse, frotándose las manos ante la bochornosa conversación que habían tenido los hermanos. Al salir, pensó en intentar encauzar la situación, pero no tenía ya fuerzas, y el trayecto de vuelta lo dedicó a ojearel WhatsApp a ver si Lucia seguía despierta.
La puerta del apartamento se cerró con un clic sordo. Carlos entró primero, dejó las llaves en el cuenco del recibidor sin mirar atrás y se fue directamente a su habitación.
Carlota tiro el abrigo en la mesa del comedor, y cuando pasó por delante de Juan, que aún se estaba quitando los zapatos junto al sofá, ni siquiera giró la cabeza.
Juan la siguió con la mirada. No la llamó. No habría servido de nada. Se quedó solo en el salón, en calcetines, sin luz. Solo la penumbra anaranjada que entraba por la ventana del patio interior.
En la cocina, alguien abrió el grifo. Luego, silencio. Ningún vaso. Ningún plato. Solo el correr del agua. Durante demasiado tiempo.
Miro de nuevo el móvil. Eran las 02:13. Ni un mensaje. Ni una llamada. Ni siquiera de Lucía.
Se levantó del sofá, cruzó hasta la estantería, y pasó el dedo por el lomo de un libro de recetas de la madre. Tenía una dedicatoria dentro, escrita en azul: “Para cuando hagas tus primeras lentejas, sin ayuda.”
Volvió a dejarlo en su sitio sin abrirlo.
Desde el cuarto de Carlota llegó un crujido seco. ¿Una maleta? ¿Un cajón? Juan no fue a mirar.
Carlos tosió al otro lado del pasillo. Encendió algo. Luego, más silencio.
Juan volvió al sofá y se tumbó sin desvestirse. Se tapó con el abrigo que llevaba desde Madrid. El techo tenía una mancha de humedad. No sabía si era nueva o si siempre había estado ahí.
Cerró los ojos. Y por primera vez desde que llegaron, no se sintió en casa.
A la mañana siguiente, nadie quiso dirigir alguna palabra a los otros, salvo alguna petición educada para preguntar la forma en la que podían prepararse un café. Juan y Carlos cruzaron miradas en el pasillo, y aunque Juan sabía que su hermano tampoco estaba contento con la situación, ninguno dio pie a iniciar la conversación.
Se vistieron, y se encontraron en el salón, dónde todos cruzaron miradas entre sí.
—Lamento algunas de las cosas que dije, especialmente, las formas—dijo Carlos para romper el silencio—,pero debemos irnos. Francisco espera.
—Sí, cerremos esto cuánto antes, y ya luego hablamos—dijo Carlota con visible sueño en la mirada.
Tardaron quince minutos en llegar al portal de Francisco. El despacho olía a café viejo y a papeles guardados demasiado tiempo. Francisco los recibió sin ceremonia, señalando con la mano las sillas frente a su escritorio de madera oscura.
—Vamos al grano —dijo mientras abría una carpeta de cartón—. Vuestro padre no dejó testamento notarial. Lo que hay es un documento privado, manuscrito y firmado por él, que me entregó en persona hace unos años.
Carlos asintió sin decir nada. Carlota se quitó las gafas de sol y las dejó sobre la mesa. Juan entrelazó las manos.
—En él deja constancia de que desea que Carlos se quede con la vivienda familiar. Literalmente, dice: “Mi voluntad es que Carlos, mi hijo menor, pueda conservar la vivienda en la que resido. El resto del patrimonio deberá dividirse entre los tres.”
Francisco levantó la vista, como si esperara una reacción inmediata. No la hubo.
—Ahora bien —continuó—. Esa voluntad entra en conflicto con el régimen legal de la herencia. Como sabéis, la ley establece que el tercio de legítima estricta debe repartirse entre los herederos forzosos de manera equitativa. El piso no puede adjudicarse a uno solo si su valor excede ese margen, como ocurre aquí.
Los tres se miraron entonces con incredulidad.
—No entiendo—balbuceó Carlos—. El piso de Madrid vale más que el de Valladolid, y papá tenía dinero en el banco.
—Veo que tu padre tenía razón en muchas cosas—dijo Francisco rebuscando en un cajón.
Francisco hojeó otra carpeta. Extrajo un folio nuevo.
—Vuestro padre convirtió el piso de Madrid en una renta vitalicia. Cedió la propiedad hace dieciséis meses a una entidad privada a cambio de una pensión mensual. Aquí está el contrato.
Juan frunció el ceño.
—¿Eso qué significa? —preguntó Carlota.
—Fue una cesión vitalicia. El piso ya no es vuestro ni está en el inventario de la herencia. Y dejó una nota manuscrita junto al acuerdo.
Francisco leyó en voz alta:
—“Prefiero vivir con autonomía a dejar ladrillos a quienes ya viven sin mí.”
—Pero será hijo de puta—dijo Carlos con rabia.
Carlota estalló en risas al instante, y Juan y Carlos la miraron con estupefacción.
—¿Y tú de que te ríes?—pregunto Carlos nervioso.
—Nada Carlitos—contestó Carlota frotándose un ojo—. Papá se priorizó a sí mismo y nos ha dejado ahora una conversación aún más incomoda que la de ayer.
Francisco cerró la carpeta y junto los brazos.
—Me permitís que os diga algo—dijo Francisco—. Tras la muerte de vuestra madre en esas circunstancias tan sumamente trágicas, decidió disfrutar lo que quedaba de vida, que sabía que sería solo, de la mejor forma posible. Yo mismo le ayude con el acuerdo para la renta vitalicia, con el fin de que obtuviese una cantidad que le garantizase la atención que el sospechaba que vosotros, ensimismados en vuestra vida, no le ibais a garantizar. Él os los dio todo, y a cambio le disteis la espalda, no sé de qué os extraña.
—Yo estuve con él—intervino Carlos—. No es justo.
—Tenía razón Cristóbal al decir que te había consentido demasiado—contestó Francisco—. Ahora puedes comprar la parte del piso de Valladolid a tus hermanos y solucionado.
—No tengo tanto dinero ahora mismo—respondió Carlos.
—Pues tendrás que llegar a un acuerdo con ellos, o vender el piso, repartir lo que toque y empezar de cero—le contestó Francisco.
Carlota se volvió a reír, y Carlos estrechó sus brazos como si buscara protección.
—Entonces, ¿qué queda de herencia?—preguntó Juan.
—Repasemos—dijo Francisco reabriendo la carpeta—. El piso de Valladolid, 30.000 euros en la cuenta, 6.000 euros en acciones y el coche.
—¿30.000 euros en la cuenta? —volvió a preguntar Juan—. Pensaba que tendría más.
—Cuándo hizo la operación, uso parte de sus ahorros para liquidar un préstamo que pidió para ayudar a pagar los estudios en Madrid de tus hermanos, y que aún seguían pendientes. Ah, y dejó una cantidad reservada para su funeral, para el que, como pudisteis ver, no escatimó. No deseaba un funeral tan gris como el que tuvo vuestra madre por culpa de las restricciones en pandemia—contestó Francisco—. Por otro lado, ha muerto bastante antes de lo esperado, así que con el piso nuevo, los viajes, y otras cosas, no dio tiempo a sacarles mucho partido.
—¿De qué son las acciones?—preguntó Juan.
—Unas acciones del Santander que compró en 2007—respondió Francisco—. Igual si esperáis unos años, recuperan sus niveles iniciales.
—Menudo consuelo—respondió Juan.
Francisco cerró la carpeta, y miro a los tres.
—Parecéis decepcionados—afirmó Francisco poniéndose de pie.
—Creo que ninguno esperábamos que nuestro padre no se preocupará por lo que nos dejaba—confesó Juan.
—Él ya os lo dio todo—dijo Francisco sirviéndose un vaso de agua de la máquina—. Estudios, trabajo, un porvenir. Quizás lo que no es dio fue un consejo, que yo me permito ahora daros: nunca esperéis nada de nadie.
Juan observó que ya no solo era Carlos el que parecía entristecido, sino que Carlota también estaba seria, tal vez, por darse cuenta que su situación no iba a mejorar mucho con esa herencia.
—Bueno, ¿algo más que comentar? —preguntó Francisco mientras cogía el abrigo.
Juan miro a sus lados, y entendió que sus hermanos no iban a responder.
—No—contestó finalmente.
—Bien, mi secretaria os pasará en los próximos días los detalles. Y ahora, si me disculpáis, me voy a casa.
Los tres hermanos se levantaron y salieron del edificio. Juan no podía sentir más que la desalentadora sensación de que su porvenir estaba escrito, y que difícilmente esa herencia podría solucionar nada.
—Lo siento.
Juan miró como Carlos se había sentado en un banco con las manos sobre las rodillas.
—Carlos…—dijo Juan.
—Lo siento, de verás—repitió Carlos—. He sido un imbécil, y hasta cierto punto pensé que papá había sido justo con su decisión, pero ahora me doy cuenta, que al final nos hemos envenenado con este tema.
—¿No estarás intentando que te demos pena por el piso?—preguntó Carlota sacando un cigarrillo del bolso.
—Joder, de verdad que estoy siendo honesto—contestó Carlos con el rostro a punto de romperse en lágrimas—. Papá también me mintió a mí, y me dijo que el dinero que estaba usando no lo detraería de nuestra herencia. Igual el idiota lo dijo pensando que no viviría más, pero es doloroso darte cuenta que no conoces a tu padre.
—Bienvenido al club—contestó Carlota.
Carlos no pudo contener las lágrimas, y se tumbó en el banco. Juan y Carlota se quedaron mirándose un segundo, mientras esta terminaba de encender el cigarro.
—Juan, déjanos a solas unos minutos—dijo Carlota mirando con lástima a su hermano.
—¿Qué vas a hacer?—preguntó Juan mirándola con extrañeza.
—Actuar como hermana—dijo Carlota besando la mejilla a Juan.
Carlota se sentó en el suelo delante de Carlos, y empezó a susurrar cosas a su hermano al oído. Juan entendió que su hermana quería consolar a su hermano y se alejó unos cuántos pasos. Él seguía digiriendo la noticia, y el jarro de agua fría, cuándo algo interrumpió sus pensamientos: el teléfono estaba sonando.
Juan sacó rápidamente el móvil sabiendo quién llamaba, y lo cogió.
—¿Lucía?—preguntó.
Al otro lado del teléfono solo parecía oírse una pequeña respiración.
—¿Hola?
—Hola Juan.
Juan sintió un nudo en el estómago.
—¿Cómo estás vida?
—Bien—contestó tímidamente Lucia—. He podido descansar un poco.
—Me alegro, bueno, espero que estés mejor.
—Sí—contestó Lucia mientras parecía sonarse la nariz—. Te llamaba para preguntar por tus hermanos y saber qué tal todo por allí.
Juan giró la cabeza para observar como Carlos estaba tumbado boca arriba con la mano sobre los ojos, mientras Carlota seguía diciéndole cosas.
—Se les ve bien—dijo Juan—. Carlos ha contado muchas novedades.
—Ah bueno, me alegro—dijo Lucía—. Espero que la herencia no haya sido mucho papeleo.
—Más sencillo de lo esperado—dijo Juan mordiéndose los labios.
Un silencio se hizo en la conversación.
—Juan.
—Dime.
—Siento haberte hablado así el otro día.
—Yo también—contestó Juan.
—Es solo que…, sentía que si no te lo decía me moriría, pero eso fue egoísta. Y no es que haya cambiado de idea, pero no medí bien como decirlo.
—Amor—respondió Juan mirando al cielo—. Te quiero, y sabes que antes estaba entusiasmado por la idea de formar una familia, pero el miedo a no estar a la altura o de darle un futuro mejor me perturban mucho.
—Es natural tener miedo. No necesito que me respondas ahora, y no quiero ahora obligarte a hacer algo que no quieres. Joder, no sé si podré tenerlo fácilmente a mi edad.
Juan fue a contestar, pero una imagen lo sacó de la conversación: Carlos, ya sin lágrimas en la cara se había incorporado en el banco, y ahora Carlota se encontraba a su lado acariciándole el pelo.
—¿Cariño? —preguntó Lucia.
Juan respiró un segundo, antes de contestar.
—A veces, la decisión que en el fondo sabes que deseas tomar es también la que más valor requiere.
“Fue una cesión vitalicia“