España, 2025
Juan lleva veinte minutos esperando dentro del coche a su hermana Carlota. Ha empezado a impacientarse, y no es que su paciencia fuera muy elevada en ese momento. Tras un rato acurrucado en el asiento, vio a su hermana bajar de su portal con la bolsa de viaje. Juan le indicó que guardase las cosas en el maletero, pero ella negó con el dedo mientras abría la puerta de atrás.
—Prefiero dejarlo aquí—dijo Carlota tirando la bolsa.
—Como quieras—respondió Juan.
Carlota se acomodó en el asiento de copiloto.
—¿Te has comprado un coche?—preguntó Carlota mirando la radio.
—No, se lo he pedido prestado a mi amigo Pedro.
—Ya imaginaba. Siempre has dicho que no lo necesitabas.
—Y no lo necesito. Suelo ir a Valladolid en tren, como hice para el funeral. Después de que me dijeses que la línea había sufrido una avería, le pregunté a Pedro si me lo prestaba para el fin de semana, y me dijo que sin problemas.
—¿Lucía no viene? — preguntó Carlota.
—No-dijo dubitativo Juan ante la pregunta sobre por qué su pareja no vendría—. Se encontraba un poco mal y tampoco es que quiera que se coma un viaje.
—Muy bien. Salgamos.
Juan arrancó el coche, y salieron de Madrid. Su padre, Cristóbal, había muerto hace un par de semanas de un infarto. Estaba en su casa, y nadie se dio cuenta hasta que la chica de la limpieza llegó al piso el lunes y avisó a Carlos, su otro hermano. Aunque Juan y Carlota vivían en Madrid, pudieron llegar al final del día para organizar el tanatorio y entierro. Sorprendentemente, no tuvieron que esforzarse mucho dado que Francisco, el abogado y gestor de Cristóbal, ya había recibido las indicaciones correspondientes por si ocurría alguna desgracia. Su padre había muerto a los 75 años, una edad no muy avanzada, pero a Juan no le había sorprendido que su padre hubiese dejado todo hecho a su voluntad antes de que ocurriera.
—¿Cómo estás?—preguntó Juan tras acomodar el coche en el carril derecho.
—Bien, un poco cansada—respondió Carlota.
—Hablo de lo de papá.
—Me vale como respuesta: bien, pero un poco cansada. Hubiese preferido acabar con esto un poco antes. Lo más fácil para superar la muerte de un ser querido es cerrar pronto todo lo que tenga que ver con ello.
—¿Tan pronto quieres olvidarte de él?
—No es olvidarme de él, sino de estos días de trámites en la administración de la muerte. Pasados unos meses, recordaremos anécdotas y risas, por escasas que fueran en los últimos años.
—¿Llevabas mucho sin verle?—preguntó Juan.
—La última vez hace unos meses, pero no mucho desde que murió mamá. Intenté ir más, porque bueno, la muerte de tu mujer en un confinamiento no es una situación agradable: sin entierro, sin velatorio, sin nada.
—Le he dado muchas vueltas a ello—admitió Juan—. No estuvimos con mamá.
—No pudimos, ni debíamos estar con la poca información que había del puto COVID—dijo Carlota apoyando la cabeza en la ventana—. Pero sí, yo también lo siento.
—Entonces fuiste a ver a papá, ¿y qué?
—Le vi tan sumamente optimista con lo que quería hacer con su vida que me puso nerviosa: no perder el tiempo, intentar disfrutar … Joder, no sacaste a mamá de la provincia en años y de pronto tenía ganas de hacer cosas.
—¿Quizás mamá no quisiera?
—Mamá no era capaz de decir qué le apetecía. Se dejaba llevar por él a dónde fuese, y él se sentía complacido por ello. Tampoco lo digo con rencor hacía él por ello: los dos eran felices con la vida que llevaban.
—¿Tú habrías sido feliz?
—Ni de coña—dijo Carlota soltando una carcajada—. Todo el día pegado a ese señor y su rutina, me habría muerto de pena.
—Puede que su vida fuera rutinaria, pero al menos siempre fue estable en todas sus vertientes: trabajo, familia e hijos.
—En aquella época con ser un poco espabilado conseguías apañar algo que te garantizase esa estabilidad. Papá estuvo de técnico del Ayuntamiento cuarenta años, y probablemente obtuvo el puesto por contactos. No le juzgo, solo expongo como eran las cosas entonces.
—Pero lo consiguió-replicó Juan.
—Entonces, no entiendo por qué no decidiste probar alguna oposición en Valladolid y seguir sus pasos.
—Yo estudié periodismo, a lo que papá siempre me empujó. Con el tiempo la distancia entre la imagen que tenía de como sería mi vida y la realidad se alargó.
—¿Cómo te va a todo esto?—preguntó Carlota.
—Bien, en el último medio suelen pedirme cuatro piezas a la semana y no me va del todo mal. No es un contrato fijo, pero cumplo y mis columnas sobre política generan algo de tracción.
—¿De qué has hablado últimamente?
—De Piketty, el posible nuevo pacto social, y del destrozo que han hecho los fondos de inversión en el mercado de la vivienda.
—Creo que llevo leyendo esas mismas columnas quince años.
—Es lo que los lectores de nuestra edad y espacio político piensan. Tú misma reconoces que lo has leído.
—Es como si estuviésemos en un bucle en el que parece siempre que está a punto de ocurrir algo, y luego nada.
—¿Y tú por qué no opositaste a para ser psicóloga en un colegio o algo?
—Suficiente paciencia tengo con los adultos como para dedicarme a los niños. La consulta no me va mal, y he llegado a un acuerdo con las de la tienda de CBD de al lado, para que recomiende a sus clientes mis servicios. Además, mi blog tiene bastantes visitas.
—¿Sí? Enhorabuena
—Por ahora es bastante de nicho, pero una amiga me dijo que se lo iba a pasar a Ana Iris Simón para ver si lo podía mover.
—Pues a ver si tienes suerte. Yo tengo que pelear por Twitter para que alguno de mis artículos acabe retuiteado o utilizado en alguna mesa de tertulias.
Un silencio invadió el coche tras un rato ausente. Juan pensó en las veces que había ido a ver a su padre, llegando a la conclusión de que probablemente no fueron muchas que las que había ido Carlota. No se llevaba mal con su padre, pero tampoco soportaba ser aleccionado constantemente, normalmente para echarle en cara que no regresara a Valladolid, dónde podría conseguirle un puesto en el periódico local. Su padre también era de izquierdas, pero echaba en cara a su hijo sus deseos de pureza en la obtención de un puesto de trabajo, cuando luego malvivía con medios de izquierdas en Madrid. No soportaba sus lecciones, ni tampoco pensar que su padre pudiera tener razón en el diagnóstico.
—Al final, el más listo fue Carlos—dijo Juan para romper el silencio.
—Carlitos, Carlitos.
Su hermana solía llamar así al pequeño de los tres, Carlos, en referencia al tono amable con el que la madre de ambos justificaba sus trastadas cuándo era pequeño. La llegada de Carlitos al mundo no fue un “accidente” solo porque en un accidente al menos alguien suele intentar frenar. Era seis años menor que ellos, y Juan y Carlota siempre cuchichearon a sus espaldas que no había sido un hijo buscado. Aún con ello, acabó siendo el más querido por por la madre de ambos.
—Sacó su oposición y se quedó a vivir en Valladolid—continuó Juan—. Es una vida sin grandes aspiraciones, pero cómoda.
—Un coñazo—contestó Carlota—. Todo el puto día en el Ayuntamiento, y luego a ir a los mismos sitios que ha visto toda la vida.
—Bueno, quizás él no aspira a ir cada finde a un concierto o un nuevo bar como haces tú.
Pararon en una gasolinera y Carlota aprovechó para echarse un cigarro. Juan se compró un café mientras procesaba el dolor que le suponía ver la factura de la gasolina. Llevaba al menos cinco años sin llenar un depósito.
Subieron de nuevo al coche, y Carlota encendió otro cigarrillo apoyando el brazo en la ventana.
—¿Sabes que papá vivía en un nuevo piso? —preguntó Carlota de repente.
—Sí, hace un par de años, ¿no? Me lo comentó una vez que fui a Valladolid y estaba encantado la verdad.
—¿Tú lo llegaste a ver?
—No. ¿Tú sí?
—Sí. El día del funeral, cuando volví a Valladolid. Siempre veía a papá en un bar y nunca me invitó a verlo. Fui con Carlos a recoger unas cosas y... era un piso diferente.
—¿Distinto cómo?
—Limpio, moderno. Pintura reciente, muebles nuevos. Incluso tenía plantas en la terraza, y papá odiaba cuidar plantas. Yo le llevé un cactus una vez y me lo devolvió medio muerto con una nota que ponía "no es culpa tuya, ha decidido dejarse ir".
Juan soltó una risa seca.
—¿Y ahora resulta que era urban jungle?
—Eso es lo que me jodió. Verle vivir en un lugar que nunca nos enseñó, como si fuera su vida nueva, sin nosotros. Había colgado fotos suyas en viajes, con gente que no conocía.
Juan se quedó callado un instante.
—Me sorprende la verdad—respondió al fin.
—No me gustó la sensación. Como si su vida familiar hubiera terminado y esta fuera su segunda parte. Más luminosa, más bonita. Con plantas vivas y todo.
Juan puso el intermitente y adelantó a un coche. No dijo nada más. Solo bajó un poco la ventanilla.
—Y mientras tanto, Carlitos viviendo en nuestra casa —añadió Carlota—. Y lo entiendo, al final es ahorrarse el alquiler: es un buen trato.
—Así es—asintió Juan.
—Lo que me toca la moral es que ni siquiera se le notaba contento por ello—siguió Carlota—. Como si llevara el peso de la responsabilidad encima. Como si él hubiera sido el que se sacrificó por quedarse. Ya verás cuando saque ese discursito otra vez.
Juan soltó un bufido.
—"Yo fui el que estuve con papá cuando nadie más venía". Sí, claro. Con papá y con la casa.
Carlota asintió, mirando por la ventanilla. Después de unos segundos, soltó:
—En fin. Supongo que esto es lo más cerca que vamos a estar de una terapia familiar.
—Y eso que tú cobras por darla.
—Exacto. Y tú por contarla en un artículo la próxima semana. “El PIB de los traumas familiares” podrías llamarlo.
Juan volvió a reír y acomodó el brazo en la ventanilla.
Permanecieron unos minutos callados, solo escuchando el motor y, de fondo, los golpecitos del intermitente cuando Juan lo activaba.
—Por cierto dijo Carlota, sin mirar—, voy a escribir a Lucía para decirle que se mejore.
—Mejor que no—contestó rápidamente Juan—Estaba realmente mala y no quiero que nadie la moleste.
Carlota giró ligeramente la cabeza.
—¿Mala de qué?
—De lo de siempre, algo de garganta… no sé.
—Juan, por favor. No sabes mentir. Tienes la voz de cuando de pequeños te pillaban copiando deberes y fingías que los habías hecho tú.
Juan suspiró, derrotado.
—Tuvimos una discusión.
—¿Por papá?
—No. Por… otra cosa. Bueno, algo que lleva tiempo gestándose.
—¿Y qué pasó?
Juan dudó unos segundos antes de soltarlo.
—Lucía quiere tener hijos.
Carlota levantó las cejas.
—¿Ahora?
—Sí. Dice que tiene 38 años, que no puede esperar más, que es ahora o nunca. Que no quiere perder la oportunidad. Que el funeral del otro día le hizo pensar en que dejaría ella en el mundo si mañana se muriese.
—Pero si nunca ha querido tenerlos.
—Pues ahora sí.
—¿Y tú?
—Yo… No sé. Me cuesta pensar en tener hijos cuando ni siquiera sé si voy a tener ingresos estables el mes que viene. Me cuesta imaginarme siendo padre mientras conduzco un coche prestado.
—Como hombre de izquierdas siempre te quedará el transporte público para llevar a tu hijo al colegio.
Juan sonrió con tristeza.
—Me entró una angustia horrible. Le dije que lo pensáramos. Ella lo interpretó como una negativa. Me dijo que, si dudaba tanto, era que no quería.
—¿Y tiene razón?
—No lo sé. Yo siempre había querido tenerlos, pero es una idea que había desechado tras sus negativas iniciales. Solo sé que en cuanto me lo dijo, sentí que me estaban pidiendo subirme a un tren que ya estaba en marcha, sin billete, sin maleta, sin saber las paradas.
—Eso suena más a miedo que a convicción.
—Sí, pero no es miedo al compromiso. Es miedo a arrastrar a alguien más a esta especie de limbo en el que vivo. Yo no sé si puedo ser un buen padre cuando no sé si estoy siendo un adulto decente. Joder que acabo de descubrir cuánto vale la gasolina en 2025 llenando este deposito
—¿Y se ha ido de casa?
—No. Está en casa. Pero se encerró en el cuarto y me dijo que no tenía fuerzas para venir. Así que… te dije que estaba enferma. Supongo que en cierto modo lo está. Lucía siempre ha sido un poco depresiva.
Carlota se quedó en silencio un rato, mirando por la ventanilla. Luego dijo:
—Te entiendo. Yo tampoco sé si quiero ser madre. Pero a veces pienso que no querer tener hijos es la forma en la que esta generación ha aprendido a no transmitir sus propios miedos.
—¿Y si lo único que hereda son mis inseguridades?
—Entonces, tendré dos clientes más en mi clínica.
—Muy graciosa—contestó Juan—. Tú sigues soltera, ¿no? Recuerdo que me dijiste hace tiempo que estabas quedando con uno.
—Sí, pero lo desahucié rápido cuándo me di cuenta de que era solo una manera de descargar la polla cada fin de semana.
—Qué fina.
—Si quieres te digo que lo nuestra era imposible, pero ahondaría en tu dinámica de negación.
—Algo vendrá—respondió Juan.
—Si no viene en Madrid me da igual, la realidad es que la gente se empeña en encariñarse del primer gilipollas que les dedica un mínimo de tiempo. Por desgracia, solo conozco hombres interesantes cuándo viajo fuera de España. El último verano en Tailandia estuve acostándome con un italiano que era ideal, pero al volver cada uno a nuestro país acabamos dejando de hablar. Tal vez era la magia del momento, y la vida en pareja habría sido luego horrible.
—No sé a qué edad un hombre está preparado para escuchar las aventuras sexuales de su hermana.
—Madura—contestó tajante Carlota—. Mi sensación es que aquí poco voy a rascar ya.
—Siempre estás haciendo viajes interesantes, ¿de dónde sacas la pasta?
—Todo lo que ahorro en el año se va en eso. Total, estamos tan lejos de obtener hitos vitales tan básicos como adquirir una vivienda que si ahorrase todo el dinero aún me faltarían veinte años para reunir la entrada. Y en veinte años igual me he muerto por el camino, así que mejor disfrutar.
—He escrito alguna vez acerca de ese nihilismo que sobrevuela tu discurso. Una sociedad que puede consumir, pero no poseer. Todo el ocio que quieras, pero nada sólido.
—Si te haces rico con eso, recuerda a tu pobre hermana que aguantó tus turras.
—¿Y no piensas en tus anteriores relaciones? Roberto, aquel chico con el que saliste hace unos años no era un mal tipo. Sí, tendría sus defectos, pero tampoco era un mal tío.
—Yo no estoy sola porque me haya tocado. Estoy sola porque elegí no vivir una relación mediocre solo para decir que tenía a alguien. Lo difícil no es estar sola, Juan. Lo difícil es no traicionarte por miedo a estarlo.
Juan bajó un poco el volumen de la radio, que llevaba puesta en segundo plano desde hacía rato. Estaban a menos de una hora de Valladolid, y Juan decidió abrir una conversación que entendía inevitable.
—¿Tú sabes qué va a pasar con el piso de Madrid? —preguntó Juan, sin apartar los ojos de la carretera.
—Imagino que Francisco nos dirá algo hoy. Está incluido en la herencia, ¿no?
—Supongo. Lo compró para que estudiáramos allí, pero luego se quedó como “el piso de los hijos”. Nunca se habló de venderlo.
Carlota asintió, despacio.
—Yo había pensado… si no os importaba… quedarme allí una temporada —soltó, casi sin entonación—. Al menos mientras reorganizo lo de mi casa.
Juan tardó en contestar.
—¿Reorganizas?
—Sí. Mi compañera se muda con su novio, Marcos, el del bigote. Ese que habla de horóscopos como si fueran tratados filosóficos y que tiene el canal de Instagram. Se van a vivir juntos a su piso en Lavapiés y me lo dijo hace unos pocos meses pero la fecha se acerca. Así que pensé: ya que el piso está vacío...
—¿Y eso cuándo lo pensaste?
—Hace unos días. No lo había dicho porque no sabía cómo lo ibais a ver.
Juan asintió, sin dejar de mirar al frente.
—Ya.
Silencio. Unos segundos largos. Juan jugueteó con la pestaña del intermitente.
—¿Y Carlitos lo sabe?
—No. Lo sabrá cuando lo diga. ¿Te molesta?
—No me molesta. Es solo que… yo también había pensado que ese piso podría ayudarme.
Carlota giró la cabeza hacia él.
—¿Para qué?
—Para tener algo de respaldo. Con lo de Lucía. Con lo que venga. No lo sé. No para vivir, pero… quizás venderlo. Tener liquidez.
—Ya. Tú quieres vender y yo lo necesito para tener dónde caerme muerta. Perfecto.
—No he dicho eso.
—Pero lo piensas.
—Pienso que si todos empezamos a proyectar nuestras crisis sobre el mismo metro cuadrado de parquet, esto va a acabar mal.
Carlota soltó una risa breve, sin rastro de alegría.
—Qué frase tan Juan. “Proyectar nuestras crisis”.
—¿Y qué quieres que diga?
—Nada. Si lo llego a saber, me callo como hace todo el mundo. Carlitos, por ejemplo, no pidió permiso para quedarse en la casa de papá. Lo hizo y punto.
Juan apretó los labios, respiró hondo y bajó un poco la ventanilla.
—No es lo mismo.
—¿Ah no? ¿Qué lo diferencia?—preguntó Carlota girando la cabeza hacia Juan.
—Que papá no estaba muerto, y él estuvo ahí. Con papá. Hasta el final.
—Claro. Y eso lo convierte en el hijo legítimo. En el “heredero orgánico”. Nosotros las visitas, él la propiedad.
—No empecemos, Carlota.
—Solo digo que no quiero pasarme esta reunión con Francisco jugando a las sillas musicales emocionales. Si alguien quiere vender, que lo diga. Si alguien necesita quedarse, que lo diga. Y si vamos a repartir esto como si fuera una herencia romana, al menos que lo hagamos sin disfrazarlo de buena voluntad.
Juan no respondió. Dio las luces a un camión para adelantar. El coche se llenó de viento cuando lo rebasaron. Solo se oía eso.
Carlota se encendió otro cigarro y habló mirando por la ventanilla:
—Lo que más me jode es tener que justificar cada necesidad. Como si todo tuviera que negociarse desde la escasez.
Juan asintió sin mirarla.
—Es que eso es una herencia en nuestro tiempo: escasez compartida.
Carlota soltó el humo lentamente por la ventanilla, sin mirarle.
—De todas formas, me encanta tu evolución.
—¿Mi qué?
—Tu transición ideológica. De militante del alquiler regulado a heredero convencido del capital inmobiliario.
Juan bufó, medio sonriendo, pero sin humor real.
—No empieces con esas. Siempre que piensas que no me vas a convencer atacas mi orgullo.
—¿Por qué no? Me parece fascinante. Llevas años escribiendo columnas sobre el derecho a la vivienda, criticando la acumulación de propiedades y la lógica patrimonialista del sistema, incluso las herencias… y ahora no puedes esperar a ver cuánto nos darían por ese piso.
—Eso no es justo.
—Es gracioso.
—No es lo mismo hablar del sistema que de tu situación personal.
—Claro. Cuando se habla del sistema es fácil tener principios. Cuando toca pagar pañales, mejor heredar.
Juan no respondió enseguida. Miró la carretera con los labios apretados, como si masticara piedras.
—¿Y tú no lo harías? —dijo por fin—. ¿No venderías si eso te permitiera vivir con un poco más de aire?
—Yo no escribo columnas sobre el nuevo pacto social.
Juan soltó una risa forzada.
—Tú no escribes, tú diagnosticas.
—Y tú racionalizas. Siempre lo has hecho. Hasta para justificar que lo que necesitas es exactamente aquello que llevas años criticando.
—Quizá es que el sistema funciona justo porque sabe que, llegado el momento, todos claudicamos.
Carlota lo miró por primera vez en un buen rato.
—¿Y eso te consuela?
—No. Pero me quita culpa. Un poco.
—Puedes hacer otra columna sobre ello.
Juan suspiró mientras veía como quedaban ya pocos kilómetros para llegar a Valladolid.
—No quiero que nos peleemos por esto, de verdad. No ha pasado ni una semana y ya nos estamos tirando de los pelos con la herencia. Intentemos apoyarnos en esto.
—Tienes razón—contestó Carlota—. He sido una egoísta.
—Yo también.
Carlota dio entonces a su hermano un beso en la mejilla. “Tregua” pensó Juan.
—No quiero además desgastar las fuerzas contigo cuándo aún nos queda hablar con Carlitos—dijo Carlota.
—Ese sí que tiene pinta que dará por culo—rio Juan.
—Una cosa te digo…, un alquiler por el piso de Valladolid nos va a pasar.
—No creo que lo proteste mucho.
—Verás.
El silencio volvió al coche. Carlota terminó su cigarro, lo apagó con parsimonia en la rendija de la ventana y lo dejó en el cenicero improvisado de una lata vacía. Juan seguía con la mirada fija en la autovía, como si conducir le ayudara a no responderle.
—¿Tú quieres guardar algo de papá? —preguntó Carlota de repente.
—¿Algo como qué?
—No sé. Algún objeto. Un reloj. Un libro. El abrigo marrón. Lo que sea.
Juan pensó unos segundos.
—No tengo nada claro. ¿Tú?
—Estoy dudando. Una parte de mí quiere coger cuatro cosas y montar un pequeño altar. Otra parte quiere no volver a ver nada nunca.
—Es que las cosas no consuelan. Solo te recuerdan que quien las usaba ya no está.
—Ya, pero te permiten recordar.
—Yo no quiero acabar con una caja llena de camisetas que no me pongo, oliendo a armario viejo y a culpa.
—Tampoco te pega mucho el apego sentimental, la verdad.
—Y tú eres demasiado práctica para quedarte con cosas inútiles.
—Sí. Pero cuando volví a casa para el funeral de mamá, abrí un cajón de casa y vi una servilleta doblada con su letra. Tenía apuntado “tomates, harina y nata para cocinar”. La reconocí al instante. Me quedé mirándola un rato. No la tiré. No la guardé. Solo la dejé ahí. Y cuando cerré el cajón, me sentí culpable por no saber qué hacer con ella. Sé que te puede parecer una chorrada.
Juan bajó la velocidad un poco. Los carteles de entrada a Valladolid ya estaban cerca.
—Hay algo terrible en eso —dijo Juan—. En que lo que una persona deja no sean solo sus cosas, sino sus decisiones sin terminar.
Carlota lo miró de reojo.
—Sí, y ahora nos toca decidir por él.
Juan se encogió de hombros.
—Y por nosotros, que a veces da más miedo.
Finalmente, Valladolid apareció delante de ellos, y Carlota se acomodó en el asiento.
—Cada vez siento este lugar más extraño para mí—dijo Carlota.
—Me ocurre lo mismo.
Tras entrar por la avenida principal, aparcaron y cogieron sus maletas. Pasados unos cuantos metros, Juan observó a Carlitos a lo lejos. Estaba agitando la mano; sonriendo; sonriendo mucho.
Parte II: El botín (Parte II)